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Muestra colectiva de arte contemporáneo
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Ocho artistas plásticos y un tema

El 1º de noviembre de 1988 se inauguró en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia de nuestra ciudad, la exposición Tema: La Vaca. Un video con imágenes campestres, el piso con manchas blancas y negras asemejándose al cuero vacuno, vernissage consistente en productos lácteos, fue el marco escenográfico de las obras que presentaron César Baracca, Pablo Bort, Silvina Buffone, Raúl D'Amelio, Aurelio García, Víctor Gómez, Liliana Grinberg y María Elena Lucero . Se habían conocido cursando Bellas Artes en la Universidad Nacional de Rosario, donde permanecían siendo estudiantes. Todos estaban transitando los inicios de una producción plástica "a conciencia", aunque algunos -Baracca y Grinberg- ya estaban recibiendo premios por sus obras. Varios de ellos asistían al taller del artista Emilio Torti y transmitieron al resto del grupo el espíritu excepcional -para el Rosario de la época- que se vivía en ese espacio, de polémica en el plano teórico y de creación exacerbada en el plano práctico. En síntesis, eran muy jóvenes, sabían lo que querían y lo querían ya.

La exposición se dio a conocer al público a través de un afiche en blancos y grises sobre el que una caligrafía infantil en rojo escribía "Tema: La Vaca". Pero las pinceladas, instalaciones y grabados de estos artistas estaban lejos de ser los de unos neófitos inexpertos. Las autoridades del C.C.B.R. confirmaron -no sin asombro- que había sido la exposición más convocante del año. Una recepción favorable por parte de la crítica, facilitó que la muestra fuese montada en diversas localidades del interior de la provincia de Santa Fe. Hoy, el Museo Castagnino no solamente abre sus puertas a siete de aquellos ocho artistas sino que, además, recientemente ha incorporado obras de dos de ellos -D'Amelio y García- a su colección permanente.



El toro por su cuerno muere

Baracca, Buffone, D'Amelio, García, Gómez , Grinberg y Lucero sugieren con ironía que La Vaca de hace doce años atrás se convirtió en Carne de Primera. El mayor logro fue que sobrevivieron como artistas, durante todo este tiempo, en una sociedad mayoritariamente filistea. Los años pasaron y la vaquita naïf, dibujada en el afiche original, devino taurina calavera de astas inmensas. Desde un punto de vista iconográfico, la razón de la metamorfosis pudo ser la adaptación impuesta por el medio hostil. Carne de primera reúne pinturas, grabados, fotografías, objetos e instalaciones de artistas que no han cedido a las prescripciones de esta nueva y osada clase de "cánones" efímeros, fijados desde un circuito de instituciones privadas y oficiales, en base a críticas portentosas y a obras enclenques. Carne de primera es el asta que, incisiva, se clava contra el lateral izquierdo de los cráneos del arte de hoy.



Las obras

Sobre un azul de piscina de Hockney se abren remolinos agitados por la memoria, en cuyo interior habitan apacibles imágenes sólo en apariencia idénticas. Tienen del pop la repetición de una figuración icónico-publicitaria. De lo propio irrepetible del artista, la evocación nostálgica de una idea tramada por las idas y los regresos: es una obra que se hace entre viajes. Los últimos quince años de César Baracca se repartieron entre Rosario, Europa y Los Ángeles. El Milagro de San Ignacio se nos revela en un políptico de trece partes que, como trece páginas iluminadas, sugieren una alianza entre el pincel, la imagen y la mano. Los círculos, pictóricas magdalenas proustianas, imitan ojos sin párpados que no pueden detener los efectos de una luz cambiante sobre el paisaje copiado una y otra vez, como cuentas de un collar impresionista. Los comedores de dulce de leche condensa una tensión histórica del arte que debe resolver cada artista, la que existe entre figuración y abstracción. Allí, las moscas -literalmente, el sello de la producción más reciente de Baracca- se posan sobre un pote de dulce de leche como pájaros sobre las uvas de Zeuxis; en la otra parte del díptico, una masa de color (que hace pensar en el cuadro del Frenhofer de Balzac) provoca a delinear la figura proteica del recuerdo.

Silvina Buffone presenta pinturas, objetos e "intervenciones en el muro" que componen una rapsodia de metamorfosis por similitudes y contrastes. Matriz I y Matriz II. Requiem de lecheras: quizá nunca tan acertado afirmar que la pintura nos habla desde el silencio. Nos dice los "relatos del horror" consistentes en inventarios de ángulos de objetos que parecen vivir su muerte, privados de humanidad. Por el contrario, Avalancha de Corazones. Los quiero a todos es una coagulación en diástole de existencia humana. Los primeros nos transmiten la sensación de que llegamos tarde a una coreografía íntima de movimientos. En el segundo, el color vence la inercia del trazo de la línea y anuncia su propagación sobre las paredes y los vidrios que son el soporte del resto de la obra de Buffone. Una serie de objets trouvés -anteojos, vasos, una fuente- están tratados con una técnica que la artista define como "venificación" y que persigue el color y la textura del "dolor". La contradicción opaca el valor referencial de los objetos -ya que se trata de representar la insensibilidad del vidrio en estado de dolorosa "irritación"- pero la cualidad material de estos se entrega dócil a la transparencia que les infunde la luz. Sobre la pared, no están solamente las sombras enrojecidas, también se dejan ver "intervenciones": clavos hemorrágicos, gotas de vidrio y venas como enamoradas del muro.

Raúl D'Amelio remite con sus fotografías al fundador del realismo pictórico. En 1866, Gustave Courbet pintó una tela que fundó un nuevo tipo de mirada. La fría y concentrada que observa, sin parpadear, algo inadmisible para su época: las piernas abiertas de una mujer dejando al descubierto un sexo velludo. L'origine du monde no se exhibió públicamente hasta fines del siglo pasado. Pero la censura no fue solamente oficial. Durante el siglo XX, permaneció oculto detrás de otro cuadro -que funcionaba como una tapa corrediza, permitiendo que sólo unos pocos pudieran verlo- realizado por André Masson. Se trataba de una composición similar a la de Courbet pero con líneas tan elípticas como para sugerir un paisaje en lugar del cuerpo. La idea había sido del entonces propietario del Courbet, Jacques Lacan. La obra de D'Amelio instala lo indecible, y provoca a que sea dicho. Courbet y yo, Tierra Plana: los cuerpos y los paisajes dejaron de ser dóciles a la yuxtaposición; sólo admiten aquélla que proyectan sobre el plano intertextual los elementos visuales y significativos de las imágenes. La mirada de D'Amelio recala fotográfica en lo que E. Martínez Estrada llamaba el "vacío inexpresivo" de la llanura, la "ilimitación de la tierra plana". La extensión que -porque despoblada- está poblada de muerte.

En los cuadros de Aurelio García se impone la lógica de una negación significante, la ironía. Los componentes pictóricos crean un campo de fuerzas apenas contenido dentro de los bordes de los cuadros y las imágenes transgreden los límites de los discursos donde se originan. Elementos pictóricos mínimos, como los puntos de Sudario Buffone, crean una materialidad pictórica máxima. En Reforma agraria, el op art deja de conspirar engaños contra el ojo y concede, en cambio, una figuración generosa de sentido. Los ángeles arcabuceros warholianos condensan dos versiones cronológicas del colonialismo a través de la articulación de sus estéticas correlativas (por otro lado, predominantes en la producción de este artista): barroco colonial latinoamericano y pop contemporáneo. Evitas, Che Guevaras, sudarios gauchescos: la intención anagógica que presupone el tratamiento de esta iconografía está magistralmente suplantada en estas obras. En su lugar, García instala un guiño traidor contra los totalitarismos religiosos o políticos; puede hacerlo porque conoce sus idiomas plásticos a fondo. La obra de García, esbozada digitalmente pero incondicional al pincel y al caballete durante su realización, es además un guiño traidor contra el totalitarismo mercantilista que le impone al arte contemporáneo cánones, en cualquier caso, ajenos al oficio de pintar bien.

Las instalaciones de Víctor Gómez reconstruyen los bocetos del cuaderno de un viajero. Son cuadros de una road movie nacional. Tienen en común que muestran la huella de una ausencia. La ausencia anónima de quienes plantan cañas a lo largo de los caminos y las rematan con recipientes plásticos, la ausencia de lo que tales señales significan. Una porción de suelo y pasto es el lienzo orgánico donde otra ausencia, la de luz solar, imprime su huella. Elementos y procesos naturales -tierra, sol, fotosíntesis- están contenidos en el tiempo fijo de la obra y tienen un espacio asignado, el museo. Así, los objetos de las elecciones arbitrarias del artista se estetizan en contra de cualquier presuposición de esencialismo estético. Y en contra también, de cualquier nominalismo: las obras de Gómez son, no representan, paisajes hiperrealistas.

Los volúmenes materiales y las geometrías radiales que subyacen tras la figuración de
Liliana Grinberg, emergen al campo visual traídos por montajes de fragmentos de madera tallada o superposiciones de líneas en negativo. Esta artista explora combinaciones estéticas en los ámbitos de la historiografía del arte y en el de su propia historia personal. Resignifica el estatuto técnico del grabado, a través de intersecciones comunicantes con la pintura y la fotografía. En las dos series principales de su obra, se yuxtaponen imágenes originadas en una memoria de tipo autobiográfica con las imágenes y los géneros que una memoria general selecciona en el interior de dos tradiciones: la plástica y la literaria. Se instala un juego de citas entre lo perecedero y lo trascendente, siendo este último carácter el que reviste a los personajes de Mar cubano -habitantes del "mundo intemporal de los cuentos infantiles"- y a los autorretratos emblemáticos de El ojo del huracán. En Grinberg la "anécdota" es un "pretexto" para configurar lo visual. Y lo visual es un pretexto para tallar una imaginería que se repite, intermitente, como el movimiento de una puerta batiente, a través de la cual se mezclan y "contaminan" materiales, técnicas, discursos, y métodos constructivos.

María Elena Lucero muestra sus pinturas e instalaciones pictóricas después de un período de trabajo intenso que fue escasamente expuesto en público. Su obra nos transmite la intención de articular un idioma plástico personal. Con este fin, Lucero explota la posibilidad de inventar nuevas connotaciones -en torno a una forma o a un tema- que ofrece la construcción del cuadro como tríptico o políptico. En Contacto I, el plano pictórico superior se contrae en una trenza cuya textura vacuna evoca la exposición de hace doce años atrás, y deja ver la textura lunaria que se repite en el resto de las obras de esta nueva producción. Las otras constantes formales, todas intrigantes, evocan huecos y succión. El tratamiento del color funda tanto la relación entre los componentes figurativos y espaciales, como la existente entre los cuadros y los objetos que los acompañan. Estos últimos son transpuestos al plano pictórico en las obras realizadas más recientemente, como Ovoecardio. En Ese oscuro objeto, Lucero precipita el fin del ciclo cimentado en la acción del color y reafirma la legalidad estética de la forma.


Ana Lía Gabrieloni







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Fecha de Ultima Actualización: 21-Feb-2002
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